Presentación

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martes, 22 de noviembre de 2011

Papá, este señor me quiere gobernar


Me cagüen esta vida
que acabo de empezar.
Me cagüen este día
y me cagüen este par
de juláis que esperan
la felicidad
trayendo a este mundo
a uno que no pidió entrar

Los Enemigos

Uno nace, crece e indefectiblemente llega un punto en que reniega del mundo en el que le ha tocado vivir. Es un argumento cobarde, pero algo de razón lleva: A mi nadie me ha preguntado antes de traerme aquí si me parecía bien. Efectivamente; nos sueltan por la vida empujados por el instinto de reproducción, la realización personal y, en algunos casos, la sincera intención de regalarnos la oportunidad de vivir. Con la edad esa breve fase de rebeldía vital se torna en agradecimiento, pero la pregunta sigue vigente y es válida.

Lo que cambia es el destinatario.

Hay cosas que, sencillamente hay que aceptar que son así. Otras, sin embargo, apelan al deber ético de tratar de cambiarlas por injustas. Casi cualquier construcción antrópica es susceptible de ser criticada, mejorada o abolida por medio del inconformismo guiado por el sentido de la justicia. Grandes palabras estas para ser pronunciadas a la ligera.

Empecemos por el principio. Vamos a dar por sentado que el hombre es un animal gregario y que es en conjunción con otros hombres como mejor sobrevive al tiempo que le toca vivir. Asumiendo pues que estamos condenados a entendernos y que tirarse al monte no es la solución, hemos de enfrentarnos a quienes sacan partido a la situación a costa del prójimo. Bien por tener un palo más grande o un cuñado en el ayuntamiento, no faltará alguien sin escrúpulos que quiera aprovecharse de una situación de poder. Pero, ¿es lícito que una persona detente poder sobre otra? ¿En que circunstancias ese poder es un medio de satisfacer el hambre de dominio sobre los demás y en cuales ese poder es un medio para organizar mejor la comunidad? En definitiva, ¿cuándo es un poder legítimo y cuando es nuestro deber intentar derribarlo? En estas nos vemos.

La segunda premisa sobre la que calzaremos esta mesa viene a decir que todos los hombres nacemos libres e iguales en dignidad y derechos, y si usted piensa que una persona por nacer en determinado lugar, de determinado color o con determinado sexo tiene menos derechos o dignidad que usted, probablemente no tengamos mucho más que decirnos, pero aún así apelare a su sentido de la empatía con los que son como usted (dos piernas, dos brazos, dos orejas y si le pinchan, ¿no sangra? William dixit). Si aún así esto no le convence es difícil que lo haga, pero lo intentaré aduciendo que todas las ideologías son relativas, frente a la cual lo más razonable es convenir ninguna puede imponerse a otra y por tanto todos los hombres nacemos libres e iguales en dignidad y derechos (esta argumentación le será especialmente odiosa al infalible Papa). Quedo abierto a la discusión en cuanto me aporte prueba concluyente de lo contrario. No concibo los Derechos Humanos como otra ideología más, sino como un ecosistema en el que todas ellas puedan convivir (con la excepción, claro esta, de las que los contradigan abiertamente). Con esto concluyo que hay límites irrenunciables a la hora de elegir un sistema de gobierno: por mucho que 99 de 100 individuos voten a favor de esclavizar al único negro, tal decisión no sería lícita porque traspasa esa frontera.

Ya tenemos dos premisas: la necesidad de organizarnos en comunidad y un límite que la enmarca que son los Derechos Humanos. Ahora toca remangarse y elegir la mejor opción, o al menos la más justa. La respuesta tiene 200 años y quien mejor perfiló la idea se llamaba Jean-Jacques Rousseau en su Contrato Social. Allí se afirma que el poder que rige a la sociedad es la voluntad general que mira por el bien común de todos los ciudadanos. La idea que se destila del escrito es simple a la vez que poderosa y se contiene en el mismo título: la organización de la sociedad se ha de basar en un contrato de todos sus miembros que se comprometen de forma libre y voluntaria. No se trata aquí de ahondar en el pensamiento de Rousseau –ambiguo y sugerente en muchos casos- sino de reivindicar la simpleza del contrato en si.


Rousseau nos mira preocupado por
lo que hemos hecho con sus ideas

Antes de que Jean-Jacques iluminara las calvas de los ilustrados con su sentido común, quienes ejercían de facto el poder se las han visto y deseado para justificar su privilegio; La ley del más fuerte (sencilla pero de argumentación algo débil), la consanguinidad en línea ascendente con algún héroe mitológico y todos sus derivados sanguíneos (purezas de raza en general) y por fin, la más sofisticada construcción de un sistema de creencias sobrenaturales no sujetas a la comprensión terrenal que, curiosamente, apuntalan a un poder a cambio de privilegios a una clase sacerdotal (¿les suena?). Doscientos años después de que alguien desenmascarara tanta falacia seguimos en las mismas. Da que pensar el hecho de que muchas de las leyes de los cuerpos jurídicos de los países modernos, no tiene por objeto regular la relación entre ciudadanos sino de proteger a aquel frente al estado.

Llegados a este punto, retomo la pregunta que encabeza el escrito y proclamo: ¿Quien me ha preguntado a mi si acepto las reglas de este sistema?, pero se lo pregunto a quien detente el poder. Evidentemente no es posible que cada persona que se asoma al mundo pueda optar a firmar o no el contrato primigenio, no sería práctico. Así que, hasta cierto punto, esta realidad entraría dentro de aquellas que hay que aceptar en principio. Pero esto no significa que haya que resignarse a un contrato manifiestamente injusto o que ya no tenga el beneplácito de, digamos, una parte representativa de los contratantes. Habrá de ser lo suficientemente flexible como para dar cabida al natural cambio de los tiempos, con sus particulares inquietudes y sus naturales adelantos para que los que vienen cambiando el mundo no vean frustrada su intención de participar en él.

La teoría del contrato Social ha experimentado revisiones y adendas desde que Rousseau la formulara. Como tampoco pretendemos estar aquí a la cabeza de la investigación sobre filosofía del derecho, pido por adelantado disculpas por si mis razonamientos están superados (hagan sangre en el foro, no se corten!). Aún así me parece muy atractiva una figura que añade un valor añadido al famoso contrato. Se trata del Velo de la Ignorancia de John Rawls.

Copio de Wikipedia:

(…) las personas acuerdan las condiciones de un contrato que define los derechos y deberes básicos de los ciudadanos en una sociedad civil. La gran diferencia, sin embargo, consiste en que en el estado de naturaleza puede suceder que ciertos individuos (los más fuertes o talentosos) obtengan una ventaja sobre otros, más débiles o menos capacitados. Para evitar esto, Rawls establece que en la posición original se determinan representantes de los ciudadanos que son puestos bajo un velo de ignorancia, que como tal, les quita información acerca de las características moralmente irrelevantes de los ciudadanos por ellos representados. Por consiguiente, estas partes representativas no estarán al tanto de los talentos y habilidades, etnicidad y sexo, religión o sistema de creencias de sus representados. Este es el carácter que le da imparcialidad a la posición original, cuestión que el estado de naturaleza carecía.

En otras palabras (las mías): cuando uno firma el contrato negociará las cláusulas según le convengan, como es natural, pero además su estatus en la sociedad le puede dar un situación privilegiada para negociarlas, lo que provocaría que la justicia huyese despavorida una vez más por la puerta. Rawls propone una especie de juego en el que los participantes no saben de antemano lo que van a ser en el tablero, de manera que, a la hora de decidir las reglas, lo harán de la manera más justa. Si usted no sabe si va a nacer mujer, homosexual, presbiteriano o mulato (o banquero o marqués o rico por su casa) se guardará muy mucho de crear una sociedad donde cualquiera de estas circunstancias supongan un obstáculo para su completa realización.

Transplantando esta idea al mundo de los vivos, los actuantes deberían desarrollar un profundo sentido del bien común. No concibo otra forma de alimentar aquel más que por medio de la educación (pública y gratuita, con el permiso de Espe). Pero, me dirán ustedes, eso es una quimera, y tienen ustedes razón, pero también lo era la abolición de la esclavitud en el siglo I. Yo trato aquí de dilucidar que convierte a un poder en legítimo. A lo mejor tenemos que concluir que es imposible.

Resumo mis conclusiones:

-El poder legítimo es aquel que se deriva tan solo de un pacto entre las partes que componen una sociedad

-Ese pacto tiene como límites los Derechos Humanos

-El Contrato debe tener flexibilidad suficiente para poder adaptarse a la evolución de la sociedad que lo suscribe

-El pacto debe estar presidido por una conciencia social que se antepondrá al beneficio de cada individuo y buscará, en equilibrio con lo anterior, que todos puedan desarrollarse según sus inquietudes.

A lo mejor es poco y demasiado evidente, pero como advertimos al crear este blog, aquí se pretende volver a redefinir los conceptos mas sencillos y a partir de ahí, ir construyendo. En cualquier caso recuerden que lo último que se pierde es el sentido del humor

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