Presentación

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jueves, 10 de octubre de 2013

Reflexiones de un padre novato


Hay un salto evolutivo –o involutivo, según se mire-, en la vida de algunos seres humanos: el momento de crear descendencia. No está en mi intención despreciar a quien, con un criterio deudor de todo respeto, decide no pasar por la paternidad. Es una opción valida y en algunos casos muy razonable. Pero como soy uno de los que si que dieron el paso, puedo asegurar que toda tu vida sufre tal terremoto que apenas si se pueden distinguir los restos de la vida pasada después del seísmo.
Tener un hijo –y apenas llevo un año en el oficio- es una tarea abrumadora para la que nunca se está suficientemente preparado. A mi me desborda por todos los frentes y acaba convirtiéndose en un juego de malabares con copas de cristal donde siempre hay una a punto de dar con el suelo. Yo reflexionaba circunspecto, antes de tener a mi hijo, que debía dar el paso sólo siendo consciente de la enorme responsabilidad que se me venía encima. No tenía ni idea. Pero ni idea.
La cuestión es que ya parece que la criatura no solo ha sobrevivido, sino que se cría que da gloria verlo y las primeras –y mas primitivas- preocupaciones empiezan a dar paso a otras más “espirituales”, y empleo la palabra espirituales encerrándola entre comillas por que me es muy antipática y no quiero que el olor de sus connotaciones impregne mis razonamientos. Más que espirituales prefiero intelectuales.
De un tiempo a esta parte el intelecto de mi pequeño asoma con cada vez más frecuencia. A veces en forma de sentido del humor, a veces como razonamiento lógico, a veces asociando ideas, lugares u objetos. Es fascinante y emocionante al mismo tiempo. Cuando se trataba de alimentar, cambiar pañales y evitar que se estampe contra el suelo la tarea es cansada, pero en general uno sabe que ha de hacer, o al menos cual es el objetivo (que este bien alimentado, que este limpio, que este sano, que no se estampe, el cómo ya es otro cantar), pero cuando eres repentinamente consciente de que en tu mano esta también malear la personalidad de este pequeño ser humano empiezan a sudarte las manos; no solo no sabes cómo se hace, es que no sabes adonde quieres llegar. O al menos no lo tienes tan claro.
Sí, es cierto que un porcentaje enorme de su personalidad viene determinado por su genética, pero es evidente que tú vas a ser una influencia determinante en el desarrollo de una persona, aunque solo sea porque, al igual que te ocurrió a ti con tu padre, muchas de sus decisiones van a estar encaminadas a buscar tu aprobación, como si tu criterio fuese más pesado que cualquier otro.

Luke sopesando el peso de la paternidad frente a la fuerza de la gravedad

Entonces es cuando te das cuenta de que la mayoría de las decisiones encaminadas a educar a tu hijo son fruto de la improvisación, están guiadas por criterios vagos pero inconexos y aunque se van hilando en eso que llaman tener sentido común, no existe un plan maestro que aporte solidez a nuestras decisiones y lo que es más grave: no hay un destino claro a donde queramos llegar. La pregunta en definitiva que nos asalta como el bandido Fendetestas en mitad del bosque es: ¿qué persona quiero yo que sea mi hijo?
Por supuesto yo quiero que mi hijo sea feliz y que busque su propio camino. Pero decir eso y nada es lo mismo.  La felicidad es uno de los conceptos más sobrevalorados de la humanidad por hueco, no aporta nada productivo a la discusión. Pero si que tengo claro que mi misión como padre es que alcance el mayor grado de independencia posible en todos los campos, emocional, ideológico, físico y económico. Ya tenemos algo, aunque sea a costa de que un día se vaya de mi lado.  También quiero que sea buena persona, y de nuevo me veo desbordado por el concepto. Solo tengo un punto de arranque: no le hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti.  
Por otro lado la elección de cualquier modelo sería necesariamente reduccionista, la complejidad de cualquier persona sobrepasa con mucho nuestra capacidad de sintetizar. Buscaríamos una referencia en una construcción falsa y que apenas trazaría los contornos de las luces y las sombras de el mas simple de nuestros congéneres.
La mitad de la colosal tarea de hacer de mi hijo una persona completa y libre será llevada a cabo por otros en la escuela, el instituto y la universidad. Hay quien dice que mi tarea como padre es educar al niño y la de la escuela es enseñar. No me parece mal, pero la frontera entre ambas cosas no me resulta tan diáfana.
Desde pequeño en mi casa se ha tenido en muy alta estima la cultura, hasta el punto que ha servido como causa de diferenciación social, de “categoría” o de referencia moral. Sin embargo ni siquiera la supuesta élite cultural de este país –de la que he tenido noticia de primera mano- está a salvo de las mas bajas pasiones. Mientras se me inculcaba el amor por la cultura he podido comprobar que la acumulación de conocimientos no lleva aparejado ser mejor persona ni tener razón. En el otro lado de la moneda he conocido gente humilde con arraigados principios éticos cuya sencillez no les restaba un ápice de sabiduría. Todo ello me ha hecho replantearme la ecuación que asocia nivel cultural con categoría humana.
Las medallas dicen "soy lo más de la élite" pero las patillas dicen "vivo la vida a tope"

Y sin embargo pienso que la cultura es imprescindible para construir personas.
Pero la cultura no solo es acumulación de conocimiento, ni agilidad mental para el cálculo, ni tampoco la capacidad de relacionar ideas lejanas, reconocer y valorar estilos artísticos o tener una extrema sensibilidad para la música barroca, que también. Hace poco leía que la intelectualidad más erudita a principios del siglo XX era la alemana y ya ven.
¿Entonces que es lo que aporta “categoría humana” a una persona? ¿Que le hace mejor persona en definitiva? Muchas nuevas pedagogías han intentado dar respuesta a estas preguntas, todas ellas por oposición al modelo de acumulación de conocimientos de forma acrítica y por la apuesta por áreas de conocimiento de carácter más abstracto (inteligencia emocional, capacidad de asociación, etc.…).
Sin ser ningún experto en la materia, mi impresión sobre estas nuevas pedagogías –y partiendo del hecho de que son necesarias como lo es cualquier debate sobre cualquier materia- me plantea dos cuestiones: en primer lugar la oposición al sistema “antiguo” que podría negar sus posibles bondades; a veces memorizar datos también es necesario y el esfuerzo, piedra de toque de las mentalidades más conservadoras, es, desgraciadamente, un camino que ha de transitar cualquiera que pretenda evolucionar. La segunda es el quid de la cuestión. Todas las teorías de la nueva pedagogía inciden en la construcción de un ser humano libre y en el desarrollo del espíritu crítico del individuo. Y no podríamos estar más de acuerdo, pero tengo la impresión de que no hemos resuelto la incógnita.
Enseñar a pensar podría ser el resumen del ideario que nos une a mi y a la nueva pedagogía. Pero al mismo tiempo una duda terrible cobra forma en mi pensamiento. Quienes tal cosa pretenden, los teóricos, los maestros con vocación, yo mismo, ¿sabemos realmente pensar?, ¿nos consideramos seres plenamente autoconscientes y libres en nuestras decisiones con cerebros a prueba de supersticiones acientíficas armados con un envidiable pensamiento crítico? ¿Tenemos en nuestro ajuar un arsenal de conocimientos que nos permiten tomar las mejores decisiones? ¿Quien que conozcamos podría considerarse un éxito del sistema educativo?
La respuesta a todas estas preguntas son las mismas preguntas.
Divagando sobre el tema quise pensar en alguien que representase para mi todas la cualidades que debe tener un ser humano. Un nombre me vino a la cabeza: Carl Sagan. No se me ocurre un hijo de quien un padre pudiera estar más orgulloso. Deseé poder mirar por un agujerito la infancia de Sagan, robar la fórmula mágica que sus padres encontraron para construir tan espléndido ser humano. Busque entre sus biografías alguna pista. Como era predecible no fue de gran ayuda; Sagan procedía de una familia de judíos liberales humilde que emigró a Nueva York. Solo había un dato cualitativo que todas las biografías, sin excepción, consideraban digno de ser mencionado: ambos padres promovieron la natural curiosidad insaciable del muchacho.
La curiosidad, pensé, esa es la clave. Preguntar sin parar, cuestionar y ser consciente de la inmensidad de cosas que aun desconocemos. Esa modestia es quizá la pieza que encauza la cultura hacia la ética. La que hace personas cultas y por tanto independientes y por tanto libres buenas personas.
No quiero que mi hijo sea Carl Sagan, por mucha falta que hagan más como él, quiero que sea curioso y que pregunte. Y no le quiero decir que lo se todo, sino que hay muchas cosas que no sabemos y muchas mas que yo no se, pero a las que quizá él, en un futuro, sepa dar respuesta.

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