Hay un salto evolutivo –o involutivo, según se mire-, en la
vida de algunos seres humanos: el momento de crear descendencia. No está en mi
intención despreciar a quien, con un criterio deudor de todo respeto, decide no
pasar por la paternidad. Es una opción valida y en algunos casos muy razonable.
Pero como soy uno de los que si que dieron el paso, puedo asegurar que toda tu
vida sufre tal terremoto que apenas si se pueden distinguir los restos de la
vida pasada después del seísmo.
Tener un hijo –y apenas llevo un año en el oficio- es una
tarea abrumadora para la que nunca se está suficientemente preparado. A mi me
desborda por todos los frentes y acaba convirtiéndose en un juego de malabares
con copas de cristal donde siempre hay una a punto de dar con el suelo. Yo
reflexionaba circunspecto, antes de tener a mi hijo, que debía dar el paso sólo
siendo consciente de la enorme responsabilidad que se me venía encima. No tenía
ni idea. Pero ni idea.
La cuestión es que ya parece que la criatura no solo ha
sobrevivido, sino que se cría que da gloria verlo y las primeras –y mas
primitivas- preocupaciones empiezan a dar paso a otras más “espirituales”, y
empleo la palabra espirituales encerrándola entre comillas por que me es muy
antipática y no quiero que el olor de sus connotaciones impregne mis
razonamientos. Más que espirituales prefiero intelectuales.
De un tiempo a esta parte el intelecto de mi pequeño asoma
con cada vez más frecuencia. A veces en forma de sentido del humor, a veces
como razonamiento lógico, a veces asociando ideas, lugares u objetos. Es
fascinante y emocionante al mismo tiempo. Cuando se trataba de alimentar,
cambiar pañales y evitar que se estampe contra el suelo la tarea es cansada,
pero en general uno sabe que ha de hacer, o al menos cual es el objetivo (que
este bien alimentado, que este limpio, que este sano, que no se estampe, el cómo ya es otro
cantar), pero cuando eres repentinamente consciente de que en tu mano esta
también malear la personalidad de este pequeño ser humano empiezan a sudarte
las manos; no solo no sabes cómo se hace, es que no sabes adonde quieres
llegar. O al menos no lo tienes tan claro.
Sí, es cierto que un porcentaje enorme de su personalidad
viene determinado por su genética, pero es evidente que tú vas a ser una
influencia determinante en el desarrollo de una persona, aunque solo sea
porque, al igual que te ocurrió a ti con tu padre, muchas de sus decisiones van
a estar encaminadas a buscar tu aprobación, como si tu criterio fuese más
pesado que cualquier otro.
Luke sopesando el peso de la paternidad frente a la fuerza de la gravedad |
Entonces es cuando te das cuenta de que la mayoría de las
decisiones encaminadas a educar a tu hijo son fruto de la improvisación, están
guiadas por criterios vagos pero inconexos y aunque se van hilando en eso que
llaman tener sentido común, no existe un plan maestro que aporte solidez a
nuestras decisiones y lo que es más grave: no hay un destino claro a donde
queramos llegar. La pregunta en definitiva que nos asalta como el bandido
Fendetestas en mitad del bosque es: ¿qué persona quiero yo que sea mi hijo?
Por supuesto yo quiero que mi hijo sea feliz y que busque su
propio camino. Pero decir eso y nada es lo mismo. La felicidad es uno de los conceptos más sobrevalorados de
la humanidad por hueco, no aporta nada productivo a la discusión. Pero si que
tengo claro que mi misión como padre es que alcance el mayor grado de
independencia posible en todos los campos, emocional, ideológico, físico y
económico. Ya tenemos algo, aunque sea a costa de que un día se vaya de mi
lado. También quiero que sea buena
persona, y de nuevo me veo desbordado por el concepto. Solo tengo un punto de
arranque: no le hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti.
Por otro lado la elección de cualquier modelo sería
necesariamente reduccionista, la complejidad de cualquier persona sobrepasa con
mucho nuestra capacidad de sintetizar. Buscaríamos una referencia en una
construcción falsa y que apenas trazaría los contornos de las luces y las
sombras de el mas simple de nuestros congéneres.
La mitad de la colosal tarea de hacer de mi hijo una persona
completa y libre será llevada a cabo por otros en la escuela, el instituto y la
universidad. Hay quien dice que mi tarea como padre es educar al niño y la de
la escuela es enseñar. No me parece mal, pero la frontera entre ambas cosas no
me resulta tan diáfana.
Desde pequeño en mi casa se ha tenido en muy alta estima la
cultura, hasta el punto que ha servido como causa de diferenciación social, de
“categoría” o de referencia moral. Sin embargo ni siquiera la supuesta élite
cultural de este país –de la que he tenido noticia de primera mano- está a
salvo de las mas bajas pasiones. Mientras se me inculcaba el amor por la
cultura he podido comprobar que la acumulación de conocimientos no lleva
aparejado ser mejor persona ni tener razón. En el otro lado de la moneda he
conocido gente humilde con arraigados principios éticos cuya sencillez no les
restaba un ápice de sabiduría. Todo ello me ha hecho replantearme la ecuación
que asocia nivel cultural con categoría humana.
Las medallas dicen "soy lo más de la élite" pero las patillas dicen "vivo la vida a tope" |
Y sin embargo pienso que la cultura es imprescindible para
construir personas.
Pero la cultura no solo es acumulación de conocimiento, ni
agilidad mental para el cálculo, ni tampoco la capacidad de relacionar ideas
lejanas, reconocer y valorar estilos artísticos o tener una extrema
sensibilidad para la música barroca, que también. Hace poco leía que la
intelectualidad más erudita a principios del siglo XX era la alemana y ya ven.
¿Entonces que es lo que aporta “categoría humana” a una
persona? ¿Que le hace mejor persona en definitiva? Muchas nuevas pedagogías han
intentado dar respuesta a estas preguntas, todas ellas por oposición al modelo
de acumulación de conocimientos de forma acrítica y por la apuesta por áreas de
conocimiento de carácter más abstracto (inteligencia emocional, capacidad de
asociación, etc.…).
Sin ser ningún experto en la materia, mi impresión sobre
estas nuevas pedagogías –y partiendo del hecho de que son necesarias como lo es
cualquier debate sobre cualquier materia- me plantea dos cuestiones: en primer
lugar la oposición al sistema “antiguo” que podría negar sus posibles bondades;
a veces memorizar datos también es necesario y el esfuerzo, piedra de toque de
las mentalidades más conservadoras, es, desgraciadamente, un camino que ha de
transitar cualquiera que pretenda evolucionar. La segunda es el quid de la cuestión. Todas las teorías
de la nueva pedagogía inciden en la construcción de un ser humano libre y en el
desarrollo del espíritu crítico del individuo. Y no podríamos estar más de
acuerdo, pero tengo la impresión de que no hemos resuelto la incógnita.
Enseñar a pensar
podría ser el resumen del ideario que nos une a mi y a la nueva pedagogía. Pero
al mismo tiempo una duda terrible cobra forma en mi pensamiento. Quienes tal
cosa pretenden, los teóricos, los maestros con vocación, yo mismo, ¿sabemos
realmente pensar?, ¿nos consideramos seres plenamente autoconscientes y libres
en nuestras decisiones con cerebros a prueba de supersticiones acientíficas
armados con un envidiable pensamiento crítico? ¿Tenemos en nuestro ajuar un
arsenal de conocimientos que nos permiten tomar las mejores decisiones? ¿Quien que
conozcamos podría considerarse un éxito del sistema educativo?
La respuesta a todas estas preguntas son las mismas
preguntas.
Divagando sobre el tema quise pensar en alguien que
representase para mi todas la cualidades que debe tener un ser humano. Un
nombre me vino a la cabeza: Carl Sagan. No se me ocurre un hijo de quien un
padre pudiera estar más orgulloso. Deseé poder mirar por un agujerito la
infancia de Sagan, robar la fórmula mágica que sus padres encontraron para
construir tan espléndido ser humano. Busque entre sus biografías alguna pista.
Como era predecible no fue de gran ayuda; Sagan procedía de una familia de
judíos liberales humilde que emigró a Nueva York. Solo había un dato
cualitativo que todas las biografías, sin excepción, consideraban digno de ser
mencionado: ambos padres promovieron la natural curiosidad insaciable del
muchacho.
La curiosidad, pensé, esa es la clave. Preguntar sin parar,
cuestionar y ser consciente de la inmensidad de cosas que aun desconocemos. Esa
modestia es quizá la pieza que encauza la cultura hacia la ética. La que hace
personas cultas y por tanto independientes y por tanto libres buenas personas.
No quiero que mi hijo sea Carl Sagan, por mucha falta que
hagan más como él, quiero que sea curioso y que pregunte. Y no le quiero decir
que lo se todo, sino que hay muchas cosas que no sabemos y muchas mas que yo no
se, pero a las que quizá él, en un futuro, sepa dar respuesta.
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